Banderas de lucha, banderas de culto: Las wiphalas del rey. De Vincent Nicolas

Por Joaquín Tapia Guerra (*)

Lo que pueden leer aquí arriba es Nicolas parafraseando a un cronista del siglo 17-18, Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, que fue testigo del episodio y escribió sobre él en su famosa Historia de la villa imperial de Potosí. Lo que dijo Arzáns es ligeramente distinto, sin embargo, y por suerte Nicolas también lo citó:

Viendo aquella fiereza de este Indio un Español, mercader, que en esta villa lo conocía, y que se matarían unos a otros aquellos Indios, mandó al alférez se llegase con la bandera, y enarbolándola le dijo a Agustín venerase aquella real bandera y se aquietase. Ya en esto se hallaban en favor suyo en aquel campo más de 20 Indios y de otras naciones, pero la prudencia del Español lo remedió pues el Indio acudió a la bandera y le hizo tres reverencias de las que hacían a los reyes Ingas.

A juzgar por esta cita (con mi énfasis en cursivas al final), Quespi no se agachó pensando que el inca estaba en efecto delante de él, solo recurrió al mismo tipo de reverencia que habría sido apropiado en un contexto precolonial, si bien de todos modos monárquico. Recurrió a ello por así decir, además, porque para inicios de los 1700s, más o menos cuando la crónica fue escrita, ni Arzáns ni Quespi podrían haber sabido lo que era estar de pie y agacharse ante un auténtico rey Inca. Es fácil olvidar que aunque mucho más cerca que nosotros de tiempos precoloniales, ellos también vivían en un mundo que ya era distinto. En mi opinión, Nicolas borró un poco ese detalle con su paráfrasis, lo que a fin de cuentas hace que Quespi aparezca como un adorador de banderas antes que un lector pragmático de protocolos sociales. La intención de Nicolas era honesta, considero, pero como diría el lingüista John E. Joseph, casos así nos recuerdan que la clase es “un constructo social de orden altamente ideológico”, uno en el que “nosotros como analistas, antes que los propios miembros de las ‘clases’, hacemos la mayor parte de la construcción”. Dicho esto, lo que sigue es mi reseña de la investigación de Nicolas sobre la historia de una bandera, que como sabemos también es otro objeto altamente ideológico.

Primero un breve resumen

Banderas de lucha, banderas de culto: Las wiphalas del rey es un ensayo histórico sobre el origen de una bandera Boliviana, la wiphala, y cómo esta vino a ser el emblema del estado indigenista actual. Con este fin el libro conecta varios datos dispersos, pero está centrado en la Fiesta del Rosario que se celebra cada Octubre en Betanzos, Potosí. Tiene diecisiete capítulos y una conclusión que en conjunto forman un total cinco partes. Del capítulo uno al cinco explica cómo las raíces militares y católicas de la wiphala llegaron a las colonias Españolas; del seis al nueve explica la evolución del culto a la Virgen del Rosario desde la Batalla de Lepanto hasta ahora; del diez al trece relata cómo los “cacchas”, un gremio de mineros cuentapropistas, usaron la wiphala para sus propios fines en el siglo 18; y del catorce al diecisiete relata cómo era la Fiesta del Rosario durante la independencia y los albores de la república. La conclusión pone todo esto a la tarea de explicar los conflictos de 2019 en Bolivia. El ensayo está bien documentado y puede decirse que apunta a otro estudioso de la wiphala, Germán Choquehuanca, cuya “campaña iconoclasta” suprime, dice Nicolas, la multitud de significados que la historia de esta bandera personifica.

Nicolas nació en Bélgica, estudió filosofía y antropología en la Université Livre de Bruxelles e hizo posgrados en la universidad de la fundación PIEB y la EHESS en París. En la EHESS, tuvo de tutor al profesor Gilles Rivières, un especialista en antropología Andina, e hizo su investigación sobre la localidad de Tinguipaya, Potosí. En 2015 este trabajo se publicó en forma de libro como Los ayllus de Tinguipaya: Ensayos de historia a varias voces. A un inicio Nicolas fue a Bolivia en 1996 y ha vivido allí hasta el presente. Ha enseñado en varias universidades de La Paz, Sucre y Oruro, ha sido investigador del PIEB desde 2000 y fue director regional de la fundación Acción Cultural Loyola (ACLO), con sede Potosí, entre 2009-11. Desde 2019, ha sido coordinador del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (MUSEF). Sabe hablar Quechua y Español con fluidez, ha publicado hasta ahora unos seis libros y el que reseño aquí fue publicado en 2020 y es el último que escribió a la fecha de este post.

El libro en cuestión

Nicolas enuncia su tesis así: “Propongo que hay que buscar en el paseo del estandarte real y en la jura del Rey el origen probable de las wiphalas”. Dice que esta idea vino a él de haber encontrado dos banderas parecidas y lejanas una de otra, la primera cuando asistía a un Pentecostés en Manquiri, Potosí, y la segunda en una pintura de la Batalla de Rocroi (1643) que puso fin a la hegemonía Española en Europa. Ambas banderas tenían la insignia de los Duques de Borgoña, la cruz roja de San Andrés, pero no mucho más en común. Para conectarlas, Nicolas retrocede al auge del Imperio Español, la derrota del Sultán de Granada en 1492. Dice que ya entonces San Andrés y otros santos eran usados como guardianes de campañas militares tanto en Europa como América. Tal el caso del Apóstol Santiago, pero también de la Virgen María en la Batalla de Lepanto (1571), cuya advocación del Rosario esparcieron los Dominicos en Sudamérica. De ahí el nombre “Virgen del Rosario”, así como el tono militar-religioso en su festividad.

Las victorias Españolas se debían a su famoso sistema de infantería, llamado “tercios”, que llegó a América en el reinado de Carlos V. Pero el rey nunca llegó en persona, así que las armas de los tercios, “picas muy largas, espadas y arcabuces”, tenían que revivir su presencia de forma ceremonial. Nicolas dice que funcionaban como un “reminder”, pero que el tiempo trajo consigo otras capas que mantuvieron vivo el ritual y sumergieron la explicación de su origen. La jura al rey llegó a ser especialmente rara en 1808, cuando Napoleón derrocó a Fernando VII, dice, porque América estaba tan lejos de Castilla que la noticia del nuevo rey y la de su derrota llegaron prácticamente al mismo tiempo. El alférez y la multitud celebraban aún su lealtad a Fernando VII ese año en la villa imperial de Potosí, mientras las autoridades, más al tanto de Napoleón que lo estaba la plebe, temían en secreto por su futuro. Dos años más tarde, las vírgenes adquirieron un nuevo “papel protector de ejércitos”, excepto que esta vez era en la Guerra de Independencia.

Nicolas cita otras dos pinturas anteriores a esta guerra, una que posiblemente muestra una revuelta de los cacchas ocurrida en 1751 y otra de Melchor Pérez de Holguín, el clásico pintor colonial. A pesar de la indiscutible relevancia económica de los cacchas desde el siglo 17, la segunda pintura, dice, muestra un paisaje “idílico” donde ya que los insurgentes son Indios solo figuran marginalmente. Esta queja sobre el racismo del arte colonial es un lugar común entre algunos historiadores, y aquí Nicolas ciertamente se suma al eco, pero también arroja datos nuevos: dice que las armas de los cacchas eran “las de un tercio Español” y que su mentalidad era una de “apropiación desacomplejada de los símbolos de poder colonial”. Así que la bandera real persistió en el tiempo siendo distorsionada, o como diría Nicolas, siendo “creativamente reapropiada”. Curiosamente, dice que retuvo su ethos contra los “filisteos”, aunque la cuestión de quiénes eran así llamados y por qué se hizo mucho más críptica y variada.

Como Nicolas preferiría, entonces, “las wiphalas del Rey” deben ser discutidas en plural porque hubo muchas. La necesidad de inventar una wiphala estándar surgió solo después de la independencia (1825). En los 1990s, Germán Choquehuanca refinó este proceso al sostener que las wiphalas son de origen prehispánico, lo que según Nicolas no es cierto, y en 2009 el decreto supremo 241 consolidó la estandarización. Nicolas dice que esto provocó la “desaparición paulatina de las wiphalas antiguas”, que son importantes para él porque hablan de la “mentalidad caccha”. Él cita por ejemplo el caso de Agustín Quespi, un caccha famoso que aparece en los relatos del cronista Arzáns. Arzáns dice que Quespi era generoso con amigos pero brutal con quienes pasaban por encima de él. Al parecer solo la bandera real podía calmar sus arranques. Y según Nicolas, si aun alguien así de feroz tenía un lugar en su pecho para símbolos Españoles, entonces no es sensato subestimar la herencia del Imperio Español “aun en las manifestaciones consideradas más autóctonas”.

Mi comentario

El ensayo de Nicolas tiene citas de varios cronistas y pinturas antiguas, así como sus propias fotos de varias wiphalas modernas. Incluso si alguien no estuviere de acuerdo con lo que tiene para decir, disfrutará ciertamente de todo lo que muestra. Pero hay algo sobre los cacchas, quienes claramente destacan en el libro, que quisiera enfatizar. Con total admiración, Nicolas dice que fueron “electrones libres de la sociedad colonial” y que “compartían todos una misma condición étnica (eran Indios)”. En nota al pie, sin embargo, dice que según el antropólogo Thomas A. Abercrombie, los cacchas eran “un gremio multiétnico que acogía a Indios, mestizos e, incluso, Españoles”. Claro que haría falta consultar algo así como un censo de la época para poder decir a ciencia cierta, pero creo importante mantener la opinión de Abercrombie a mano. Después de todo, las banderas no son lo único que se puede encajar a la fuerza en un estándar.

Para ser claro, sin embargo, un elogio de la diversidad tampoco es a lo que apunto. Es verdad, algo en la política Boliviana se alimenta de la idea de que la nacionalidad requiere acabar con el regionalismo a cualquier precio, pero pedir simplemente más protagonismo caccha, un lugar común de la élite progresista, es a este respecto una posición más conservadora de lo que algunos están dispuestos a admitir. Esto quizá sale del tema del libro de Nicolas, pero él lo señala al final cuando recuerda que la ex Presidente Áñez puso una flor de patujú, símbolo del oriente Boliviano, en la wiphala estándar. De este modo enfureció a los conservadores de la wiphala, claro, pero esto solo muestra que las “campañas iconoclastas” son tontas, no que debamos amarnos unos a otros como teletubbies multicolores con una sola meta común. Así por ejemplo cuando Áñez, hoy presa, dijo en una de sus recientes cartas abiertas: “la lucha de todos los Bolivianos, es mi lucha!!!”, estaba equivocada. Áñez merece un juicio justo y actualmente no lo tiene, pero el futuro de Bolivia y el suyo propio son dos cosas aparte. A propósito, el ex Presidente Morales también haría bien en aceptar eso de una buena vez.

(*) Joaquín Tapia Guerra es crítico literario y cineasta.

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