Globalistas: El fin de los imperios y el nacimiento del neoliberalismo. De Quinn Slobodian

Por Joaquín Tapia Guerra (*)

Con esta reseña, cierro una serie en tres partes sobre neoliberalismo que en el mejor de los casos es improvisada pero de todos modos ha resultado útil. El que esta palabra haya sido utilizada como arma por marxistas Bolivianos tiene ahora mucho más sentido, aunque deberían profundizar más la próxima vez porque resulta que ellos también están desinformados. Puede que la forma de entender el neoliberalismo en Bolivia sea un monopolio actualmente, pero es un monopolio débil; aquel que resulta de una falta de ideas en competencia. Esa es, creo, una primera reflexión que puede hacerse de reseñar a Pacheco, Harvey y ahora Slobodian (nuestra entrada en una literatura que por supuesto es mucho más grande). Sin embargo, antes de hablar de neoliberalismo, marxismo o cualquier otro ismo, es necesario retroceder a una conversación más básica. Demasiada violencia está cambiando radicalmente el orden de prioridades y todo el mundo debe reaccionar en consecuencia. Si es que logramos salir de esta situación, las reglas del juego van a ir surgiendo poco a poco, pero todavía no estamos en esa etapa, lamentablemente. Lo que sigue por tanto es mi reseña de un libro cuyo tema parece inapropiado en este contexto: la investigación de Slobodian sobre la historia de una idea que Bolivia a menudo desprecia y aún más a menudo desconoce. En cualquier caso, y casi suena cruel decir esto, pero lo bueno de aprender nuevas ideas, ya sea esta o cualquier otra, es que siempre pueden morir una muerte figurativa y salvar a alguien de hacerse matar en la calle sin una buena razón.

Primero un breve resumen

Globalistas: El fin de los imperios y el nacimiento del neoliberalismo es una historia intelectual sobre la evolución de la ideología neoliberal aproximadamente desde 1920 hasta 1990. El libro tiene siete capítulos y una introducción y conclusión bastante grandes. La introducción explica brevemente cómo el neoliberaliso fue hecho famoso y estigmatizado casi al mismo tiempo; luego Slobodian promete que su “narrativa” va a “corregir” esta “trama”. El resto avanza lentamente en el tiempo mostrando cómo esta ideología surgió de su predecesor, el liberalismo clásico, entrando al siglo 20. Los dos primeros capítulos hablan de estudios neoliberales tempranos sobre el ciclo comercial y la regulación de fronteras, impuestos y salarios para un mundo post-imperial; los capítulos tres y cuatro explican las posteriores ideas de “federación supranacional” que dieron origen a instituciones como el FMI, el Banco Mundial y la CEE (un precursor de la UE); los capítulos cinco a siete discuten los obstáculos que todas estas ideas enfrentaron en un mundo con un número cada vez mayor de países soberanos. La conclusión regresa al actual estigma neoliberal sin decidir si está o no justificado, es decir que el libro endereza hechos e incluso toma partido, pero a fin de cuentas no reivindica a nadie.

Slobodian nació en Canadá y estudió historia en EEUU, primero en la Lewis & Clark College, en Portland, y luego en NYU, donde obtuvo su PhD en 2008. Desde ese año hasta ahora, enseñó historia en la Wellesley College, Massachusetts. Empezó como profesor asistente y actualmente ocupa un puesto importante enseñando historia Alemana, su área de expertise. Desde 2020, ha sido co-editor de la revista académica Contemporary European History y el año pasado se incorporó a Chatham House, un think-tank con sede en Londres especializado en asuntos internacionales. Su sitio web personal lista más de cinco docenas de textos académicos, capítulos de libros y artículos ocasionales publicados en periódicos renombrados como The Guardian, The New York Times o The Nation, lo que muestra que a pesar de ser todavía un historiador joven goza ya de buena reputación. Además, como muchos intelectuales hoy en día, Slobodian tweetea copiosamente, a menudo en tono bromista — hace un año llamó a David Harvey “verdaderamente el padrino del marxismo millennial”. A sus cuarenta y tantos, ha editado hasta ahora dos libros y ha escrito otros tres, el segundo de los cuales reseño aquí en su primera edición, de 2018.

El libro en cuestión

La tesis de Slobodian es que “para bien o para mal” los neoliberales pensaban que la democracia moderna, una cosa post-imperial por excelencia, era tanto un logro como un huracán indomable. Él dice que esta insólita preocupación por los desperfectos de la democracia surgió primero en un grupo llamado Escuela de Ginebra (1920-30) — inicialmente compuesto por Hayek, Mises, Haberler, Röpke y Robbins — que aún en los 1980s era poco conocido si bien algunos miembros cobraron importancia por separado. Para estos hombres, la “estrella polar” de la primera ola de globalización (1870-1914) había sido el Imperio Británico, pero tras la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión era necesario un nuevo orden. Y lejos de ser renunciados, los viejos pilares Británicos de “libre comercio” y “moneda fuerte” debían ser preservados. Esta vez, de nuevo “pensando en términos de órdenes”, pero con una mirada global, cosa que fue posible mediante mezcolanza intelectual. La propia palabra “orden” vino del ordoliberalismo Alemán en este caso y, sostiene Slobodian, se la combinó con una idea de “doble gobierno” sacada de los “escombros” de otro imperio.

Dentro del “pedigrí Ginebrino”, como lo llama Slobodian, los economistas Austriacos habían asistido a la disolución de los Habsburgo (1914-18) y tenían por ello recuerdos de primera mano de la pérdida de cohesión imperial. Además, al estudiar los “escombros”, se toparon con una “separación de economía y política” que Slobodian piensa que suele ser “ignorada”. Mucho antes de cualquier reunión en Ginebra (1930-40s), fueron estas cosas, dice, las que llevaron a los neoliberales a buscar soluciones para su “caso prototípico de estado pequeño en las tormentas de la globalización”. En resumen, recetaron montar una red de estados-nación, cada uno con un gobierno “encogido” pero “fuerte” y sobre todo un consejo de política económica “independiente”. Una vez puesta en marcha esta maquinaria, la tarea consistía en asegurar que los aranceles no obstaculizaran la fuga de capitales, que la mano de obra se contratase allí donde los salarios eran más bajos y que los sindicatos (Europeos, por entonces) no hicieran metástasis de egoísmo seccional. Les gustara o no, la parte vital de la red era la “interdependencia económica”; su peor enemigo, el “nacionalismo económico”. O esa es, al menos, la cosmovisión temprana que Slobodian en cierto modo rescata y dice encontrar “coherente”.

También destaca lo cosmopolita que fue este periodo de lluvia de ideas neoliberales. Y hasta qué punto giró, aunque no solamente, en torno a la “relación Anglo-Americana”. Hayek, dice, recogió “la idea de investigar el ciclo comercial” tras una visita a EEUU (1926), y la compartió emocionado con sus colegas mientras cerraba acuerdos de financiamiento para investigaciones similares en Europa. Eso desató un importante vínculo con dinero filantrópico Estadounidense (así como con sus intereses). A la vez, siendo su oficio algo nuevo y cerebral, Slobodian dice que los economistas adquirieron rápidamente un “prestigio especial”. La persona promedio los veía como agentes de “un espacio más allá de la política”, supuestamente libre de su contaminación. De ahí que personificaran lo que él llama la “metáfora del barómetro”, cuyo mérito último, reputación cerebral no obstante, fue haber iniciado una nueva tradición de contabilidad abierta y más rigurosa. Esto, hace notar, tanto en el sector público como privado, y en duro contraste con el liberalismo clásico. Sin embargo el cambio para él no implica tanto un culto a los números, sino encarar una cuestión “básica”, incluso “estética”.

Slobodian cita a Haberler para elaborar sobre este último punto, quien describía el mercado, dice, como una “celosía de actos económicos individuales”: una cosa social, puesta en términos de otra metáfora. Slobodian dedica muchas páginas a decir que los neoliberales rechazaban el “mito” del laissez-faire y que estaban más bien enfocados en diseñar un “marco institucional” para regular esos mercados “celosía”. Pero dice que el chiste de esta metáfora es la complejidad, el hecho de que ningún gobierno, por adepto y sobredimensionado que fuere, puede aspirar a comprender la complejidad de los mercados. Por esto, el punto de vista neoliberal, como lo planteó Hayek, era que era ridículo tratar de regularlo todo, pero que era vital hacerlo estratégicamente. Ahí el verdadero desacuerdo de los neoliberales con los marxistas. Y por qué después de la Segunda Guerra Mundial otro puñado de apellidos en Alemán — entre otros Groeben, Mestmäcker, Eucken, Bhöm, Müller-Armack — dieron un paso “de lo económico a lo legal”.

Con la ley (es decir orden, recuérdese), la “megalomanía fiscal” fue rechazada en pos de un “modelo de federación neoliberal”. Slobodian dice que el bastión original de todo esto era la Liga de las Naciones, pero desafortunadamente la ONU, su sucesora, pasó a manos de rivales — Kaldor, Myrdal, Balogh — por lo que los neoliberales tuvieron que irse a otra parte. El FMI y el Banco Mundial fueron creados en 1944, el GATT en 1947. Estas instituciones, dice, debían poner la regulación económica fuera del alcance de países individuales, sentando así las bases para una “Comunidad Económica Europea” (CEE), como se la llamó e hizo oficial con el Tratado de Roma, una década después. El criterio de fondo (una lección de posguerra, la verdad) era la necesidad de “renunciar a la soberanía” por un bien común mayor. Pero, añade Slobodian, no todo el mundo en Europa estaba dispuesto a eso, ni tampoco otros países más pobres (ex colonias, la mayoría), que ahora también asistían a la Asamblea General de la ONU.

Slobodian da muchos ejemplos de las batallas diplomáticas para las que esta asamblea se convirtió en un vehículo. Dice que en 1952, con una propuesta de Uruguay y Bolivia, la asamblea “aprobó la primera resolución de muchas” ligando la soberanía nacional a la propiedad de las riquezas naturales de un territorio. Francia, en 1957, exigió la inclusión de sus colonias a condición de firmar del Tratado de Roma: una postura similar para su propia versión de qué era lo que le pertenecía. Slobodian dice que reclamos como estos enfrentaron a países ricos y pobres, pero que ninguno se ajustaba al “modelo normativo neoliberal”. Al contrario que la ONU, dice, los neoliberales rechazaban los reclamos igualitarios por ser tanto “inclusivos” como “excluyentes”, según qué lado jalase más fuerte. La solución que proponían era introducir “una igualdad formal” que, respaldada por una autoridad supranacional, tuviera prioridad sobre la “desigualdad real históricamente determinada”. Pero al igual que con la CEE, la aceptación fue desigual. Muchas más naciones eran ahora independientes, y “para bien o para mal”, hacer oír su voto importaba más que formar parte de cualquier red.

Mi comentario

Slobodian hace un buen trabajo en mostrar la importancia reveladora de cualquier “prehistoria intelectual”, no solo la del neoliberalismo. No conforme con divulgar varias rencillas turbias entre filas neoliberales, su lista de fuentes está repleta de material de archivo. De hecho, puede que esas sean las cualidades más notables de su libro: la investigación es exhaustiva y sin censura. Como resultado, cualquier noción risueña de unidad da paso rápidamente al desacuerdo y el “tira y afloja” de la contingencia, cosa que es mucho más realista. Porque eso es lo que está en juego, sugiere en cierto modo hacia el final, al hablar de la obra tardía de Hayek: la realidad, que siempre es cambiante. Concediendo que los neoliberales hayan tenido razón, dice, el libre comercio y los precios variables importan porque son “una especie de maquinaria para registrar el cambio”. Y ya que el dinero no es ni oro ni mano de obra, sino un contrato legal, es de suma importancia tener transparencia a la hora de registrar ese cambio.

Slobodian habla de un fenómeno mundial, sin embargo, y subraya hasta qué punto “la cuestión de tamaño” lo cambia todo. Ese fue de hecho el principal motivo de choque entre los neoliberales, dice. Tras una avalancha de nuevos nacionalismos de países pobres en los 1960s, Röpke sintió “ansiedad por cambios en el orden racial global” e incluso se hizo defensor del Apartheid. Otros se apresuraron a expresar públicamente que no estaban de acuerdo con él. Aun así pensaban que un “sufragio ponderado”, basado en cuánto paga un ciudadano en impuestos, por ejemplo, ayudaría a evitar el uso vengativo de mayorías electorales. Desde un punto de vista estrictamente Boliviano, parece difícil empatizar con estas emociones de gente blanca, más aun pensar que puedan llevar consigo una “crítica de la democracia electoral”. Pero Bolivia es parte de un todo más grande y tampoco pensamos en eso muy a menudo. Antes bien, nos basta con creer que estamos teniendo un debate más inteligente y pintar el mapa de América del Sur con distintos colores según los últimos resultados electorales. Incluso pintamos nuestra moral de colores y lloramos una muerte más o menos según qué bando jala más fuerte. Con una actitud así de mansa, no se puede decir honestamente que reprobamos a nuestros propios wannabe dictadores.

(*) Joaquín Tapia Guerra es crítico literario y cineasta.

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