A orillas del majestuoso Lago Titicaca, en el pintoresco municipio de Guaqui, yace un coloso de piedra con una historia tan singular como la propia Bolivia.
Se trata de una réplica inconclusa del emblemático Monolito Bennett, una figura imponente que se encuentra en el sitio arqueológico de Tiwanaku.
Lo curioso de esta réplica es su destino: lejos de museos o plazas, se encuentra abandonada, formando parte de una pared en una casa particular.
Historia
La génesis de este peculiar monumento se remonta al año 2007, cuando la entonces Prefectura de La Paz, bajo el mando de José Luis Paredes, lanzó una convocatoria para la construcción de una réplica del Monolito Bennett.
El objetivo era reemplazar el original, que sería trasladado de vuelta a su hogar ancestral en Tiwanaku.
El escultor Rubén Herrera, un talentoso artista local, aceptó el desafío.
Para la magna obra, se trasladó una enorme roca de 29 toneladas desde el cerro K’alasirca, ubicado en las cercanías de Guaqui.
Lo que parecía un proyecto prometedor, destinado a convertirse en un nuevo atractivo turístico, se vio truncado por una serie de infortunios.
¿Por qué la réplica yace en un domicilio?
Para entender mejor esta historia, conversamos con una vecina del lugar, quien nos relató cómo el proyecto se fue a pique por culpa de la mala fortuna, o tal vez, por la famosa «khencha».
Según relató, dos socios, uno paceño y otro guaqueño, financiaron el proyecto, conscientes de la debilidad de Herrera por la bebida.
Para evitar contratiempos, lo acompañaron durante el primer mes, asegurándose de que se mantuviera alejado del alcohol.
El trabajo avanzaba a buen ritmo, pero las obligaciones familiares obligaron a los socios a regresar a La Paz.
Confiados en la responsabilidad de que el escultor había demostrado hasta entonces, y motivados por la promesa de una jugosa ganancia, lo dejaron solo con la obra.
Sin embargo, la ausencia de supervisión fue la puerta abierta para que Herrera sucumbiera a sus viejos hábitos. Las llamadas diarias no eran más que una fachada, una mentira para mantener la ilusión de los socios.
Cuando finalmente se cumplió el plazo, la obra estaba inconclusa, abandonada a su suerte.
Los socios, al borde del colapso al ver su inversión reducida a escombros, perdieron la licitación y todo el dinero que habían invertido.
La Prefectura terminó contratando a otro artista, quien en dos semanas, utilizando maquinaria moderna, elaboró la réplica que hoy se encuentra en La Paz.
Desolado y con la enorme piedra a medio tallar, Herrera no tuvo más opción que integrarla a la construcción de una pared en su propiedad.
Ahí permanece hasta el día de hoy, como un mudo testigo de un sueño truncado.
Algunos pobladores, imbuidos en la cosmovisión aymara, creen que el destino del monolito y la posterior enfermedad que aquejó a Herrera son consecuencia de la «khencha», el mal augurio que acarrea la extracción de las rocas sagradas de su lugar de origen.
Lo cierto es que esta historia, más allá de supersticiones, nos habla de sueños rotos, de la lucha constante contra la adversidad y de cómo, a veces, la realidad puede ser más sorprendente que la ficción.